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‘La flauta mágica’ le suena a gloria al Palau de les Arts

El Palau de les Arts de Valencia finaliza el curso logrando un éxito incontestable al que se llega tras una temporada cuya perspectiva operística se ha armado con habilidad, tomando como base propuestas bien consolidadas. De la veterana e inquietante ‘La dama de picas‘ de Richard Jones a ‘Maria Stuarda‘ deconstruida por Jetske Mijnssen; de la poética ‘Rusalka‘ de Christof Loy al curtido y seguro ‘Orfeo‘ de Gluck diseñado por Robert Carsen como prólogo al quiebro provocado por el estreno del torcido ‘Un ballo in maschera‘ de Rafael R. Villalobos. Se llega así a ‘La flauta mágica‘, una ópera que, cuando se hace con propiedad y buenos elementos, tiene la virtud de colocar al espectador en una posición de suprema felicidad. Así sucede estos días en Valencia, donde se recupera el trabajo del actor y director de escena Simon McBurney presentado en un estupendo ensamblaje con la propuesta del director musical James Gaffigan.

Pocas veces el éxito ha sido tan clamoroso e indiscutible, además de probable. La producción estrenada en 2012, en la Ópera Nacional de Países Bajos, a partir de una coproducción con el Festival de Aix-en-Provence y la English National Opera, ha viajado por el mundo durante estos años sin desgastarse ni disminuir su fuerza, bien apoyada en los principios de universalidad a los que alude la ópera de Schikaneder y Mozart. A partir de ahí, la intención de McBurney es esencialmente conciliadora lo que lleva la obra al encuentro entre Sarastro y la Reina de la noche quienes acaban formando una pareja amigable. Pero no es tanto el final lo que interesa sino la manera en la que este se gesta a través del paso por espacios asombrosamente imprevistos.

Sorpresas

Sorprender es una de las claves de esta producción diseñada como suerte de prestidigitación que atrapa sin dejar a nadie indemne. Porque ‘La flauta mágica’ en Valencia importa a todos. De ahí la luz blanca de sala que queda encendida iluminando a los espectadores al poco de iniciarse la obertura o durante la reunión de sacerdotes. O la posición de la orquesta elevada hasta un nivel cercano al escenario y que como un personaje más gesticula y comenta. O la elección de la espectadora elegida al azar por Papageno y cuya cara de susto se proyecta sobre el fondo del escenario. O las entradas y salidas de los cantantes por el patio de butacas rompiendo cualquier frontera entre lo arcano y la evidencia. La escenografía de ‘La flauta música’ según McBurney es el mismo teatro y lo que contiene, todo él, compartiendo un mismo espíritu.

Luego hay detalles como los puestos en los laterales del proscenio: en uno está el videoartista Blake Habermann, que traza sobre un pizarra sobretítulos y referencias gráficas que se proyectan como fondo, y en el otro hay un puesto de artefactos, desde el que Ruth Sullivan provoca constantes efectos sonoros que amplifican los gestos. Todo queda a la vista y dependiente de una amplia plataforma que colocada en el centro del escenario se eleva e inclina formando espacios inéditos y evoluciones inauditas. Las armas de McBurney son poderosas porque su originalidad no está en la constante acumulación de medios muy diversos, siendo alguno de ellos realmente ingenioso, sino en la apabullante combinación de estos, en la incesante aparición de nuevas posibilidades a partir de una receta amasada de manera sencillamente magistral.

El trabajo que propone McBurney, repuesto escénicamente en Valencia por Annemiek Van Elst, justifica el cuento de Schikaneder por el mero hecho de insertar la mundanidad de Tamino, Pamina, Papageno y Papagena en territorios imprevistos que están dominados por fuerzas poderosas. El constante cambio de perspectiva entre lo semejante y el lugar grandioso y fantástico opera sutilmente en una producción que paradójicamente se presenta con el encanto del teatro artesano y callejero lo que coloca la farsa en el ámbito de entrañable cuando no coincidente. Por ejemplo con los sacerdotes y Sarastro reunidos en un posible consejo de administración en el que califican las aptitudes del Tamino, un príncipe cuyo vestuario de calle explica su naturaleza de muchacho idealista; ante la Reina de la noche limitada a una silla de ruedas y desde donde observa con mirada resabiada de bruja zalamera; o frente la complicidad con Papageno, posiblemente la clave de esta producción, con su faz de buscador destartalado, ingenuo y primario, generoso y desquiciante. El acompañamiento de los pájaros, que no son otra cosa que hojas de papel aleteando, es definitivamente una lindeza.

Sentido emocional

No puede olvidarse el apartado musical pues es aquí donde se redondea el sentido emocional del espectáculo. Lo gobierna James Gaffigan, titular del Palau de les Arts, proponiendo una versión amable, mediadora, de perfiles redondeados y fina conjunción instrumental. Brilla la obertura con un nervio especial para luego sumergirse en una consideración más liviana, capaz de negociar con habilidad el incesante ritmo de la producción y el propio de los intérpretes. Entre ellos está la soprano norteamericana Rainelle Krause, una Reina de la noche triunfante en la tradición de un papel que cuando se ejecuta con seguridad y filo provoca aclamaciones. Sobresale el tenor italiano Giovanni Sala con un Tamino de muy cuidada línea y ágil representación. Del mismo modo que conquistó a todos el barítono húngaro-rumano Gyula Orendt por su bis cómica y resuelta interpretación de Papageno, de forma muy particular en su aria ‘Ein Mädche oder weibchen’, en la que se divierte construyendo una arpa de cristal con botellas de vino que toca con puerros a la manera de baquetas.

Content Source: www.abc.es

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