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Rammstein abrasa Barcelona con un aquelarre de fuego y metal pirotécnico

¡Luz! ¡Fuego! ¡Destrucción! Mascletà teutona. Metal con abundante aparato escenográfico, cabaret postindustrial y fascinación casi enfermiza por las llamaradas. ¡Luz, más luz! Ojalá estar al mismo tiempo en la otra punta de Barcelona para poder ver como la montaña Montjuïc escupía fuego y braseaba un poco más la capa de ozono. ¿Lluvia, dicen? Sí, cayó agua a manta durante toda la tarde y la banda aguantó sobre el escenario bajo un imponente aguacero, pero a la hora de la verdad, la de los ritmos de batería esculpidos en granito y los ‘riffs’ como forjados a martillazos por Odín, la única tormenta que importó fue la que desató Rammstein sobre el escenario.

Del cielo caía agua sin parar, sí, pero los alemanes traían consigo el fuego, la leña y la gasolina. La fórmula mágica del atropello. El libro secreto del metal de estadios. Till Lindemann, el cantante, en modo maestro de ceremonias transiberiano; el público cantando (o como mínimo intentándolo) aquello de «Hier kommt die Sonne, das alte Leid»; y el infierno del metal convertido en paraíso para las 52.000 personas que abarrotaban el Estadio Olímpico de Barcelona. ‘Ramm 4’, martillo pilón y al lío. Comunión total y portazo a la acusaciones por presunto abuso sexual contra Lindemann que la Fiscalía de Berlín archivó hace un año.

Densa humareda negra, banderas rojo sangre de reminiscencias totalitarias con el logo de la banda, y un escenario apocalíptico y pesadillesco hecho de pedazos de brutalismo industrial y fantasías de George Miller. Más volumen. Más petardos. Más de todo. ‘Keine Lust’ y ‘Sehnsucht’ aplastando al público. ‘Ausche zu Asche’ sin clemencia ni piedad. ¿Y la gente? Ahí estaba, a punto de solidificarse en una masa uniforme de brazos en alto y capelinas de colores. Sí, lo de los chubasqueros azul eléctrico y amarillo fosforito no acababa de cuadrar con el averno sonoro que escupían los altavoces, pero no estaba el día como para ponerse quisquilloso.

Furia industrial

Igual que la lluvia, también ellos llegaron del cielo (literalmente; un ascensor los bajó de la punta más alta de la estructura a ritmo de Handel), pero en cuanto tocaron tierra todo fue teatralidad pasada de vueltas, electricidad lacerante y voladuras sísmicas. En 2019 ya carbonizaron el estadio del Espanyol en Cornellà, con capacidad para 35.000 personas, pero este martes regresaron a lo grande para inaugurar la temporada de conciertos del Estadio Olímpico con su aquelarre de metal inflamado y furia industrial. Con el carrito de bebé en llamas de la macabra ‘Puppe’ y el fantasmal baile sintético de la remezcla de ‘Deutschland’, puro Kraftwerk con anabolizantes para darse un ligero respiro tras una primera hora de traca y bulldozer.

Injertos electrónicos y hormigonera rítmica en ‘Radio’ y octanaje por las nubes con ‘Mein Teil’, esa canción-performance en la que Lindemann intenta calcinar al teclista Christian Lorenz con lanzallamas de diferente calibre y acaba empuñando algo parecido a un cañón antiaéreo. El ‘atrezzo’ y la pirotecnia aligeran la monotonía de unas canciones poco dadas a la versatilidad. Nada grave. Porque justo entonces, el éxtasis: apoteosis de fuegos artificiales, llamaradas y pestañas calcinadas con ‘Du Hast’. Rammstein en su elemento. La masa y el fuego. Metal a la parrilla. Llamaradas en las cuatro torres de amplificación repartidas en la pista, lenguas de fuego lamiendo el cielo desde lo alto del escenario y vaharadas de calor como de barbacoa de récord Guinness en ‘Sonne’. Todo muy sutil, sí. A esas alturas, mediado ya el concierto, hasta la lluvia se había empezado a rendir, acobardaba por tan inesperada competencia de rayos, truenos e impetuosas deflagraciones.

Para los bises, la banda se desplazó a un pequeño escenario situado en medio de la pista y tocó ‘Engel’ en versión esencial: sólo piano y los músicos navegando entre el público a bordo de tres lanchas inflables. Momento involuntariamente cómico de la noche, demasiado mundano y minúsculo comparado con el mastodonte que se traía hasta entonces la banda entre manos. De vuelta al escenario principal, más madera, más rodillo. ‘Ausländer’ con la tormenta de nuevo haciendo de las suyas; ‘Du riechst so gut’ con el estadio teñido de verde alienígena y los músicos soltando chispas. Al frente, Lindemann subido a un cañón descomunal y disparando algo (¿espuma? ¿confeti? ni pregunten; pasteta máxima, en cualquier caso) a las primeras filas.

Y para cerrar, la traca. Toda la carne, con perdón, en el asador: pantomima operística, fuego a paletadas. Un lanzallamas por aquí, un cantante escupiendo fuego por la espalda por allá. ‘Ich will’, ‘Rammstein’ y ‘Adieu’. Pan, circo y ‘riffs’ como manos de pelotari vasco. Si no es así como se debe quedar uno después de que le pase una hormigonera por encima, poco le debe faltar.

Content Source: www.abc.es

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